domingo, 30 de septiembre de 2012

The love competition


Dentro del programa del Festival de Cine de Palo Alto (sí, aquí también tenemos festival, aunque es muy modesto y está empezando), he tenido la oportunidad de ver un cortometraje sobre el amor, o más bien sobre la expresión del amor en nuestro cerebro. Un título atractivo, The love competition, y un reto: expresar amor por alguien tan intensamente como le sea posible durante cinco minutos, metido en una máquina de resonancia magnética funcional. Así de simple. Y así de complicado.  Porque, ¿puede uno forzar su cerebro a sentir amor en un momento determinado? Si eso fuera posible, sería un buen ejercicio para practicar en los malos momentos de la vida. Simplemente para, respira y trata de expresar todo el amor que sientes, o que has sentido alguna vez. Y todo irá mejor, seguro. No voy a desvelar los resultados del experimento, porque podéis ver el vídeo en el enlace de más arriba, y merece la pena. Pero sí quiero hacer una pequeña reflexion sobre lo que el cortometraje me ha hecho sentir. Escuchar a cada uno de los participantes contar su idea de lo que es el amor, y la estrategia que iban a utilizar para expresarlo durante la prueba, demuestra que lo que identificamos como un sentimiento universal es, en realidad, algo tan íntimo y tan personal que no creo que pueda medirse. Porque puede sentirse amor romántico, pero tambien existe el amor fraternal, el amor hacia lugares, momentos, incluso el amor hacia uno mismo o hacia la totalidad del universo (esto ya en plan New Age).

 


¿Y es más intenso, por definición, el amor del enamoramiento que el el que se profesa una pareja despues de toda una vida de unión y con un conocimiento mucho más profundo el uno de otro? ¿Valen más esas hormonas desbocadas que un nivel saludable de endorfinas a lo largo de toda una vida? Nuestra sociedad tiende a elevar la idea del amor romantico, del amor 'fou', por toda esa tontuna, ese mareo y las mariposas en el estomago. Y es cierto; son sensaciones maravillosas que todo el mundo debería sentir al menos una vez en la vida. Pero hoy quiero reivindicar ese amor reposado que sólo se consigue con el tiempo y en el que sobre todo pesa el respeto y la admiración.
Hace tiempo que deje de estar de acuerdo con eso tan italiano de l'amore non è bello se non è littigarello, en castellano algo así como 'me va la marcha'. No es más que una de las consignas de la sociedad del patriarcado, que se sustenta en los arquetipos del 'hombre macho' y la 'mujer histérica', y a partir de ellos nos vende imágenes como la de la mujer desvalida y vulnerable que encuentra al tío que la ponga firme, la del ansia de la 'esposa-madre' que se topa con hombres con grandes problemas afectivos y de comportamiento y es feliz tratando de cambiar algo que nunca va a dejar de ser así, y muchas más. Y gran parte de la culpa la tienen esas dichosas películas 'para chicas' que se han encargado durante décadas de transmitir esos mensajes sobre la pareja, el amor, la pasión, fundamentados en la desigualdad y en la falta de respeto. ¿Que Pretty Woman es romantica? ¿Que cualquier mujer ha fantaseado alguna vez con ver a Richard Gere apareciendo en una limusina para rescatarla? ¿Rescatarla de qué? ¿De una vida demasiado 'liberal' para una mujer, quizá? ¿Y cuáles son esas grandes diferencias entre el chulo del personaje de Julia Roberts y el personaje de Richard Gere? ¿Que el segundo le paga más? 
Ya basta de enarbolar la bandera del feminismo y seguir soñando con historias de caballeros y princesas. En el mundo real una mujer no necesita que la salven, y un hombre no tiene por qué ser un discapacitado emocional. Una pareja -homosexual, heterosexual,... una pareja- tiene que componerse de individuos autosuficientes, que no se necesitan sino que se quieren. Es una linea muy sutil, pero caer en el lado equivocado puede destrozar vidas. Quien bien te quiere no te hara llorar, quien bien te quiere llorará contigo si hace falta y después te ayudara a seguir adelante. Tener cerca a personas que hacen que tu vida sea mejor y que tú seas una persona mejor cada día es la esencia del amor, lo más difícil de encontrar, lo que más trabajo cuesta mantener y lo más gratificante a la larga. Y ese sentimiento, sin duda, tiene todas las de ganar en cualquier competición que se le ponga por delante.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Una de muebles suecos

Hoy tenía previsto publicar un post impactante, grandioso, emotivo (vale, me estoy pasando), pero he tenido un problema logístico y no me ha sido posible hacerlo. ¿Otra vez? Pues sí, señoras y señores, pero esta vez os debo una explicación, y como alcalde vuestro que soy esa explicación os la voy a dar, porque os la debo. Ha sido todo culpa de Ikea. Como casi siempre. Pensaba terminar antes, pero la mesa Bjursta me ha dado más problemas de los que hubiera imaginado. ¿Y quién no ha comprado alguna vez muebles en Ikea? ¿Y quién no ha pensado, una vez en casa, que con lo que le estaba costando montarlos debería haber cobrado en lugar de pagar por ellos? Yo soy una de las afectadas por el síndrome del montador de muebles aficionado.
Parece una gominola en mi mano, pero de hecho es mi mano.
Con Ikea hasta las lesiones parecen de diseño sueco.
Antes de venir a Palo Alto ya había tenido la oportunidad de vérmelas con los muebles suecos. Pero, ilusa de mí, creí que ya lo sabía todo por montar un par de mesas Lack efecto abedul. Aquí he aprendido lo que es la vida. He conocido los cajones con raíles y las camas con cajoneras. Ha sido duro, pero nunca he desistido. Ni siquiera cuando las lesiones Made in Sweden han tratado de aguarme la fiesta. Soy de la tierra de los presentadores de Bricomanía, y nosotros hacemos que todo parezca fácil, que parezca sencillo. Nunca nos rendimos.  




Información en la puerta de Ikea en East Palo Alto. Para que quede claro.
Ikea es difícil para todos nosotros, eso lo sabemos. Desde meter los palitos de madera en esos agujeritos minúsculos y que todos queden a la misma altura, hasta terminarse el plato de albóndigas suecas con esa salsa marrón de sabor indeterminado. Pero por aquí es todavía más difícil, porque para acceder al establecimiento hay que desplazarse a East Palo Alto, que aunque comparta nombre con el oasis de la felicidad, poco más tiene en común con nuestro hogar. En 1992, la tasa de homicidios en la ciudad fue de 172 por cada 100.000 habitantes. Con la llegada de trabajadores de las empresas de Silicon Valley la delicuencia está disminuyendo, pero sigue siendo un lugar peligroso y con escasos recursos, especialmente si lo comparamos con su vecina Palo Alto. Pasar por algunas calles y esperar al autobús en East Palo Alto cuando ya ha anochecido asusta y descoloca.


Una vez conseguido el reto de llevar a casa todas las cosas pequeñas, en bolsas, en mochilas -como sea, porque aquí sólo envian objetos grandes dado que lo demás "se pierde"-, toca esperar a la empresa de transportes. La emoción me embarga cuando aparcan su camión delante de casa y me saludan con la mano, encantadores. Por fin tendré una cama en la que dormir, una mesa en la que comer. Y en lo que tardan en subir todos los pesados muebles por la estrecha escalera aprendes cosas interesantes. Como por ejemplo, que estos chavales, los repartidores, trabajan para una subcontrata de Ikea que no les da libre ni un día a la semana. Que se levantan para trabajar a las cinco de la mañana y siguen descargando muebles a las seis de la tarde, y quizá durante varias horas más, dependiendo de los pedidos del día. También te dicen que si a alguno se le ocurre pedir un día libre para descansar le indican dónde está la puerta. Y por supuesto, constatas que ninguno de ellos es blanco ni vive en Palo Alto.



Todavía me quedan varios muebles por montar para dejar este piso habitable. Y quién sabe, con lo que me gusta esto quizá me pida algunos más para los ratos muertos. Disfrutad mucho del fin de semana y recordad que mientras tanto yo estaré dándole vueltas a esa inquietante y omnipresente manivela de metal made in Sweden hasta que el sol se ponga en el norte de California.




miércoles, 26 de septiembre de 2012

Caminando por SF: Chinatown



De pronto, estás en otro país, en otro continente.




Chinatown no son sólo tiendas de souvenirs y farolillos de colores, es todo un mundo por descubrir. Pero hay que adentarse en este curioso barrio sin miedo y con curiosidad.
 
 
A mediados del siglo XIX, la fiebre del oro atrajo a miles de chinos a California, en busca de una suerte mejor. La mayoría venían de la privincia de Guandong y hablaban dialectos cantoneses. En San Francisco, se instalaron desde un principio alrededor de Portsmouth Square, una plaza en el centro de la ciudad. En 1853, la zona tomó el nombre de Chinatown.

 
Desde un principio, la población china fue discriminada, hasta el punto de sufrir el Chinese Exclusion Act (1882), que bloqueó la entrada de asiáticos a Estados Unidos en la primera importante restricción de la inmigración en el país. También se impidió que los residentes, incluso los menores nacidos en los Estados Unidos, obtuviesen la ciudadanía americana, y se prohibió la entrada de mujeres chinas aduciendo que venían a ejercer la prostitución.
 
La situación para la comunidad china era muy complicada, y tras el terremoto que asoló San Francisco en 1906 los gobernantes de la ciudad decidieron que era el momento idóneo para echar a los vecinos de esa zona. Pero uno de los empresarios de Chinatown les propuso reconstruir las calles en las que los chinos habían vivido durante años, esta vez con un marcado atractivo turístico. Edificios de estilo oriental, comercios, restaurantes,... la idea cuajó.    
 

Y en la actualidad el Chinatown de San Francisco es el más grande de Estados Unidos. Cuando pasas la puerta principal que da entrada al barrio, te recibe Grant Avenue con todas esas tiendas de souvenirs, objetos típicos, sedas, palillos, degustaciones de tés, ositos panda,... es una auténtica borrachera pero también una grata sorpresa si te adentras en los locales que menos se parecen a un bazar y en los que puedes encontrar piezas deslumbrantes. También pueden comprarse las omnipresentes galletitas de la suerte, que resulta que en realidad son una tradición de los restaurantes asiáticos en Estados Unidos, pero no llegaron a China hasta la década de los 90. Se cree que están inspiradas en los soldados chinos del siglo XIV, que escondían mensajes dentro de las tartas típicas (Mooncakes) para coordinar sus estrategias. También es una costumbre en China cuando nace un bebé en la familia enviar tartas a los allegados con un mensaje dentro que anuncia la buena nueva. El misterio sigue abierto sobre su procedencia, pero la verdad es que las galletitas son de lo más divertidas y crean adicción. En definitiva, merece la pena recorrer toda la avenida, aunque lo más probable es que estés rodeada de turistas y más turistas.
 


Pero donde realmente todo cambia es al llegar a Stockton Street. ¿Cómo? ¡Si estamos en China!


























Todo el barrio viene aquí el fin de semana a hacer sus compras de alimentación. Los carteles están escritos en chino, también los nombres de los alimentos (muchos de los cuales son imposibles de identificar para una servidora), y sólo se oye hablar en su idioma mires a donde mires. Los olores son fuertes, sobre todo cerca de las tiendas que venden pescado seco, y también en las pescaderías propiamente dichas, en las que los peces vivos saltan tratando de escapar de las bandejas en las que se les muestran a los clientes.





Todo tipo de productos envasados, desde setas y hongos a frutas o verduras. Precios muy asequibles y platos típicos tradicionales para una parte de la población que parece vivir de forma modesta.



Un lugar tan auténtico que puede resultar chocante para una persona que crea estar en Estados Unidos y se encuentre con una cultura entera concentrada en unas pocas calles y en una plaza en la que hombres chinos de todas las edades juegan al ajedrez mientras fuman tabaco de liar. Pero esto no es Sanfran, esto es Chinatown!




Zài jiàn!!

martes, 25 de septiembre de 2012

Have a great day!



¡¿Qué tal estás hoy?!


Es lo que oyes cada vez que cruzas la puerta de un local en esta ciudad. No es un 'qué tal' de los nuestros, en los que no se espera respuesta. Aquí se responde, y la pregunta puede incluso dar lugar a una conversación entre desconocidos. Quienes me conocen saben que en eso de comprar prefiero que no me molesten. Soy de las que va sola y siempre acaba en tiendas grandes para evitar que el personal se dirija a mí si yo no quiero. Pues es una tarea imposible en el reino del saludo como estrategia de marketing. En los distintos establecimientos la tanda de saludos sigue siempre practicamente el mismo esquema, lo que me hace sospechar de un decálogo sobre 'amabilidad para mejorar tu negocio' que todas las empresas han comprado por internet. Los pasos más habituales son los siguientes:

- ¡Hola! ¡¿Qué tal estás hoy?!
- Bien, gracias. ¿Y tú?
- Muy bien, gracias. ¿Necesitas ayuda?
- No, gracias, estoy echando un vistazo.
- Perfecto, avísame si puedo ayudarte con algo.
- Gracias.

Y una vez en la caja:

- ¡Hola! ¡¿Qué tal estás hoy?! (No importa que sea la misma persona; se vuelve a empezar.)
- Bien, gracias. ¿Y tú?
- Muy bien, gracias. ¿Has encontrado todo lo que buscabas sin problemas?
- Sí, gracias.
- ¿Has necesitado algun tipo de ayuda por parte de nuestro personal?
- No, lo he encontrado yo sola, gracias.
- ¡Perfecto! ¿Te hemos atendido bien?
- Mmmh... sí...
- ¡Bien! Pues mi nombre es ... (se rellena con Kimmy, Mandy, Jenny o cualquier diminutivo del estilo) y si quieres puedes cumplimentar una encuesta en nuestra página web sobre la atención que has recibido hoy y con la que puedes ganar un vale por valor de ... dólares (dependiendo del establecimiento).

Sí, estoy de acuerdo, es una estrategia sucia y barata. Amabilidad fingida sólo para conseguir votos en la batalla por ser la empleada del mes. Pero yo las relleno todas. Aquí he cambiado el chip y sé lo mucho que un vale descuento puede aportarle a mi vida.

Cuando más me ofusco es cuando, además de preguntarte qué tal estás y cómo va tu día, la cajera del supermercado quiere saber si has hecho algo interesante. Cuando estaba hospedada en el Pacific Inn y pasaba el dia vagando con mi mochila en busca de apartamento, más de una vez estuve a punto de romper a llorar en la caja cuando me hacían esa pregunta. ¿Y qué se supone que tienes que responder? ¿Tienes que contarle a la cajera y al resto de personas que esperan en la cola que has tenido un día de mierda, que te han echado del trabajo, que tus hijos adolescentes ya no quieren darte besos en público? 
 
Los bares siguen la misma dinámica que las tiendas, aunque en este sector la expresión clave es "¿Estás bien?". Cada dos por tres aparece una camarera o camarero y te pregunta si todo está bien. Incluso hay veces en que se acercan para cerciorarse, poco convencidos de tu respuesta anterior, y te espetan: "¿Todavía estás bien?". Sí, gracias, estoy bien y si no lo estuviera probablemente no lo compartiría contigo sino con las personas que me acompañan en la mesa, no crees? Y no, no quiero otra cerveza, aunque sepa que tú cobras gran parte de tu sueldo gracias a la propinas. Y no me hagas sentir peor dibujándome una carita sonriente en la cuenta. Lo siento pero no puedo dejarte más propina, yo tampoco trabajo en Google.

Reconozco que la gente en Palo Alto es very friendly, y eso es un aspecto positivo. Pero a veces la amabilidad puede convertirse en pesadez y la curiosidad en impertinencia. ¿Y quién no tiene ratos en los que necesita tranquilidad, que nadie le de conversación para poder estar a solas con sus pensamientos? Son las pequeñas cosas que echo de menos de Donosti, la ciudad en la que para que te atiendan tienes que prender fuego al local. Como poco.   
 
 
 
 





lunes, 24 de septiembre de 2012

Siempre es Navidad en Palo Alto



Antes vivía en la costa y ahora me he mudado a un oasis.

Los árboles de la avenida principal están iluminados durante todo el año.


 
Si tengo que ser sincera, he sufrido un bloqueo cuando me he puesto a escribir este post sobre Palo Alto, el oasis de la felicidad. Así que he estado buscando información y me he topado con un reportaje que publicó El País en septiembre de 2011, que llevaba por título Aquí sí hay brotes verdes y que entrevistaba a varios 'españoles en Palo Alto'. Lo leí mucho antes de saber que vendría a vivir a esta ciudad, y al releerlo ahora no puedo más que esbozar una sonrisa. La frase que mejor resume el espíritu del reportaje es que este es "un sitio donde la gente sonríe, devora comida orgánica, recicla, se levanta a las 5.30 para correr, gana dinero, paga nueve dólares por un paquete de café y usa la bici, tiene además una relación sana con el fracaso". Creo que se ajusta muy bien a la realidad de una parte de la población de Palo Alto (una gran parte, si queréis), pero qué pasa con las personas que no trabajan en Google o en Facebook, o que no tienen un garaje en el que montar una empresa de teconología y hacerse millonarios cuando la vendan al año siguiente?
 
 

En Palo Alto la felicidad está por todas partes.


Vamos por partes. Que la gente sonríe es cierto. Y no sólo eso, también te saludan. Como si estuvieras paseando por el monte. Probablemente se deba a que en muchas calles no hay practicamente nadie, así que ver otro ser humano les hace ilusión. Y te miran mientras te acercas, y tú les observas con incomodidad, y cuando pasas por su lado y estás a punto de lanzarles el típico ¡y tú qué miras, cara huevo!, te sorprenden con un sonriente "Good morning!". Eso sí, creo que entre ser feliz y sonreir a personas extrañas por la calle puede haber un abismo, así que sus caritas sonrientes no tienen por qué responder a nada más que al enorme valor que le dan a ser amables. Es incluso una importante estrategia de marketing. Y tengo la sensación de que si un día me marease en mitad de la calle y necesitase ayuda, la mayoría de esas sonrisas se desvanecerían.
 
 
A la comida orgánica ya me referí en un post anterior, y lo mismo ocurre con el reciclaje y con el tema de la bicicleta. Tienen ese tema muy bien aprendido, y no puedo criticar de ninguna manera un modo de vida que se basa en la sostenibilidad, la ecología, la alimentación saludable... lo que sí me atrevo a decir es que hay una parte de pose en todo ello, una especie de esnobismo que hace que personas que viven en esta ciudad tengan orgasmos cuando se gastan 70 dólares en una esterilla para hacer yoga. Porque no mucha gente puede seguir este estilo de vida tan sostenible pero tan fundamentado en el consumismo más atroz. Por supuesto, estoy de acuerdo con que ganan dinero. Si no, no podrían pagar el paquete de café de nueve dólares. El problema es que en la ciudad también viven otras personas que, con salarios que en España se consideran medios o altos, aquí no pueden pasar el mes sin penurias económicas. En Palo Alto, donde todo el mundo sonríe y es feliz, apartamentos de 20 metros cuadrados no bajan de los 1.800 dólares mensuales. Los supermercados de la ciudad, pensados para esa población que se alimenta a base de comida orgánica y que "gana dinero", tienen precios que el ciudadano medio no puede pagar. Y la carta de vinos de los montones de restaurantes y bares es apta sólo para carteras muy holgadas.   
 


Cola para comprar el iPhone 5 en University Avenue. Y ni siquiera regalaban una camiseta.
 
 
Estoy de acuerdo con que hay muchos jóvenes emprendedores. Es obvio. Y esa ilusión se nota en el ambiente, pero también se siente la competitividad, la falta de relaciones personales, el automatismo de muchos habitantes. Me comentaba un chaval de primer año de carrera que aquí ya nadie se divierte, porque tener ideas para poder venderlas se ha convertido en una obsesión. Retirarse a los 30 habiendo vendido tu empresa a un supergigante. Puedo estar equivocada, pero yo no le veo la ilusión por ninguna parte. No creo que esa fuera la idea de Hewlett y Packard cuando compraron su garaje, ahora símbolo de esta ciudad. ¿No son los mismos tiburones, vestidos de manera informal y con oficinas informales?  
 
 


Uno de los habitantes invisibles de Palo alto.
 
 
 
Esta es una ciudad pequeña, de provincias, con un espíritu especial que han propiciado la Universidad de Stanford y el desarrollo de las empresas teconológicas del entorno. También es un lugar con un clima fantástico, con montones de zonas verdes y muy cercano a los puntos de mayor interés del norte de California. Pero no es una ciudad de cuento. También hay miseria. Los dos mundos confluyen cada día en unas pocas calles pero no se tocan. Y en esos momentos, cuando ves pasar dos Porsches delante de una mujer que no tiene ni para comprarse un par de zapatos, te enfadas y te horrorizas y te entran ganas de llorar y de gritar. Y asumes que lo del oasis de la felicidad no son más que pamplinas. 

domingo, 23 de septiembre de 2012

Welcome to Stanford (II)



Segunda y última etapa (por el momento) de nuestra visita guiada a la Universidad de Stanford. Y si la primera os pareció too much, agarraos los machos (expresión que me vuelve loca) porque hay todavía grandes sorpresas por descubrir.
 
 

Con lo tranquilita que estaba yo antes de que llegaran todos...


 
Cuando aterricé por aquí, a principios de agosto, me pareció un lugar tranquilo -casi moribundo, diría yo- pero con la llegada de los estudiantes el campus se llena de gorras y camisetas con la S mayúscula. Estudian (mucho), pero la mayoría también viven aquí. En 2011, concretamente, 6.306 estudiantes universitarios y 4.768 estudiantes de posgrado compartieron código postal en diferentes bloques de apartamentos, residencias, villas adosadas y unas pocas hermandades. Vamos, que es aquí donde se cuece todo. De hecho, hay tanta gente joven viviendo en el campus que hasta Ronald McDonald ha decidido mudarse!
 



Indicaciones para llegar a casa de Ronald.
 
 
La biblioteca Green.
 Dada mi condición de 'señora de' ("Yo no soy la señora de nadie!!!, excalamaba yo al llegar, como si eso pudiera cambiar algo), tengo derecho a acceder a todas las instalaciones del campus como una alumna más. La que más aprovecho, por el momento, es el gimnasio. También voy mucho a la biblioteca de humanidades y ciencias sociales, pero he de admitir que todavía no he sido capaz de descifrar las signaturas de los libros y su correspondencia con los números y letras que están escritos en las baldas. Prometo que lo intento cada día, pero por ahora sólo he aprendido a encender la luz que tiene cada pasillo. Que parece poco, pero es la única manera de leer los títulos. Un importante primer paso.
 
 
Decía que, sobre todo, utilizo el gimnasio. No pretendo abrumaros con cifras, pero podéis imaginar que Stanford tiene unas instalaciones deportivas de miccionar y no echar gota. El gimnasio principal, el Arrillaga Sports Center, tiene casi 7.000 metros cuadrados de instalaciones. Y hay piscinas grandes, pequeñas, con trampolines, redondas, cuadradas, ovaladas... De hecho, tienen un equipo de fútbol americano que despierta pasiones: los Stanford Cardinals. Su mascota es un árbol con falda.
 

Aunque no está demostrado, se cree que jamás en la historia del fútbol se ha visto una mascota tan fea como la de los Cardinals.
 
Pero entre todo ese poderío deportivo, todavía se mantiene un gimnasio pequeñito y escondido, que gestionan dos hombres mayores con gorra y algo de barriga. Tiene pocas máquinas y la mayoría de ellas son viejas, y no tiene duchas ni taquillas. Ni siquiera un baño. Entras, sudas y sales tal cual. Naturalmente, es el que más me gusta. Esos señores me hacen sentir como si fuera la protagonista de Million Dollar Baby, y me crezco cada día en la máquina de abductores. "Mo cuishle!", me grito a mí misma en cada ejercicio. ¿Y quién necesita una ducha cuando las emociones se sienten tan a flor de piel?! 
 
 
Mis 'entrenadores' suelen pasar los ratos muertos charlando con otros dos hombres de su quinta, responsables del local de al lado: la peluquería de la universidad. En realidad, ellos no lo llaman peluquería y eso me gusta. En la puerta puede leerse: Stanford Hair. Mensaje sencillo, claro, directo. Sabes que de lo que se trata allí dentro es de pelo. Nada de volúmenes, vaciados, mechas californianas o alisado japonés. Teniendo en cuenta que los salones de belleza de Palo Alto cobran la friolera de 100 dólares por cortar y marcar, creo que Stanford Pelo (a mí me gusta llamarlo 'El Pelos', en confianza) es la opción más atractiva. Y sí, también voy a comprarme una gorra, por si las moscas.
 

¿Conseguirán mis entrenadores moldear mi cuerpo cual Venus de Milo? ¿Será capaz El Pelos de mantener mi corte elegante a la par que desenfadado? ¿Encontraré algún día el libro que busco en la biblioteca?

La respuesta a estas y otras preguntas, en próximos capítulos.


Cheers.




viernes, 21 de septiembre de 2012

Welcome to Stanford (I)



La Universidad de Stanford está medio camino entre San Francisco y San José. Fundada por la familia del gobernador Stanford a finales del siglo XIX, es tan grande que tiene su propio código postal (94305). Tiene 19 bibliotecas, que cuentan con más de 8,5 millones de volúmenes físicos, 1,5 millones de ebooks y casi la misma cantidad de material audiovisual. Con más de 49 millas de carretera (cerca de 80 kilómetros), es una comunidad autosufiente, con 40.000 árboles, agua y energía para todos.

Esta mañana me he acercado a Stanford para hacer unas instantaneas de la vida en el campus, y el viaje se ha convertido en una aventura con complicaciones. Una vez más, me he perdido. Es la dinámica de esta universidad. Pero las rutas alternativas me han permitido hacer un interesante safari fotográfico, del que os muestro unas instantáneas. Digamos que hoy es viernes de photolog. Welcome to Stanford! 
 
 
 



Stanford es una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos (vale, y del mundo), y aquí han estudiado 17 premios Nobel y cuatro ganadores del Pullitzer. Pero también Sigourney Weaver, Reese Witherspoon, Ted Danson (sí, el de Cheers, aunque yo siempre lo recuerdo por su papel en Tres hombres y un bebé), el director de cine Alexander Payne, o los deportistas Tiger Woods y John McEnroe. Y, por supuesto, los fundadores de Google, Yahoo!, Linkdin, PayPal, Hewlett-Packard (que acabo de descubrir que son dos colegas y no un apellido compuesto), Gap y muchos otros. Quizá en el futuro serán estrellas, very important people, pero cuando los miro ahora, en su primera semana de clase, sólo veo un montón de críos exaltados, competitivos y muy asustados.







En Stanford hay campos de bicicletas, crecen como matorrales. Si vas andando, probablemente seas europeo. Y si vas en bici y sin casco, un europeo que quiere pasar desapercibido, pero no puede. Si Odon pasease por el campus, se le caería la lagrimilla de la emoción. 









En la mayor parte de Stanford está prohibido fumar. Por fortuna, yo no sé inglés. Cada vez que te enciendes un cigarrillo el mundo se para por un instante en el campus, todos se bajan de sus bicis y te miran en silencio, maldiciéndote por ser tan mala persona contigo y con ellos, que tendrán que sufrir pasivamente tu humo cuando se esparza por los campos de bicicletas.






Aquí se estudia mucho, nada que ver con lo que hacemos nosotros. Tanto, que si no has tenido suficiente con las clases y la biblioteca, puedes seguir aprendiendo mientras te comes el tupper sentadito a la sombra de una higuera. Si es que... hasta esto se les tenía que ocurrir.






Pero no todo son alegrías. Varios estudiantes de primer curso han muerto deshidratados cuando buscaban su facultad por estos caminos de Dios. Yo misma he estado a punto de darme por vencida hoy y tirarme a la carretera. Con un poco de suerte, podrían llevarme a urgencias del hospital, que está al lado de la parada de autobús que buscaba. Más de un premio Nobel desperdiciado por no señalizar como se debe.  






Sin embargo, una vez más, y con el ingenio que les caracteriza, han sabido dar respuesta al problema. ¿Señalizando mejor? ¿Evitándote los rodeos infernales a las cientos de zonas en obra? No. Mejor. Poniendo por el camino juegos y curiosidades que te mantengan entretenida y despierta. Gracias Stanford.



 
 
 
  
Uno de los coches que pueden verse en la entrada del centro comercial del campus. ¿Y para qué añadir nada? 
 
 
  
 



Y para terminar la primera parte de nuestro recorrido, instantánea de una de las actividades más interesantes que ofrece la universidad: buscar comida gratuita. Todas las charlas, congresos, grupos de trabajo, recepciones y demás ofrecen comida y bebida, distinta dependiendo de la hora del día y del presupuesto de cada acto. Estas actividades suelen ser abiertas al público, así que por el módico precio de 0 dólares puedes aprender física cuántica mientras te comes un plato de fruta con un cafelito, o saber más sobre el comportamiento de las células del endotelio con un poco de vino y queso francés. Ahora sí, más que nunca, gracias Stanford.




 


miércoles, 19 de septiembre de 2012

Una charla en el Bean Scene

 
(Hechos acaecidos antes de que Clint Eastwood hablase con una silla vacía. Por si alguien echa de menos las alusiones al tema.)
 
 
 
Esta mañana he estado hablando con John mientras tomaba un café. John es un hombre jubilado que ha dedicado su vida a diseñar chips. Él ha visto la evolución de esta zona, conocida como Silicon Valley, en la que ya no se produce silicio. "Todo viene de Asia". Este es un lugar en el que las charlas intrascendentales son una constante, pero donde hablar claro resulta muy complicado. Así que ahí lo tenía, sentado a mi lado sorbiendo un capuccino y con ganas de conversar; he cerrado el ordenador y he aprovechado el momento.
 
¿Por qué van las cosas como van en este país? "Aquí la gente no sabe nada, porque no quiere saber. Mira por ejemplo este cacharro -me muestra su iPhone-. ¿Cómo puedes sacarle la batería? Hemos llegado a un punto en el que el consumidor no tiene la más mínima idea del funcionamiento del producto que compra. Nos venden tecnología y asumimos que sólo quien nos la vende sabe cómo funciona. Hemos perdido absolutamente el control. Consumimos y basta". Le comento que la realidad de este país no deja de sorprenderme. John es un hombre cálido y educado, con una mente clara. Me hace sentir que mis preguntas, aunque a veces demasiado directas, no son impertinentes. Así que me lanzo con el tema que más me preocupa. ¿Por qué tanta gente sin hogar? ¿Y por qué el resto de personas actuan como si no los vieran? "Porque no los ven. Cada uno crea la realidad que le resulta más cómoda y observa el mundo desde su perspectiva". ¿Pero no hay un sistema de servicios sociales que proteja a estas personas? "No hay nada bien organizado. Digamos que hay asociaciones, iglesias, centros que los ayudan. Pero no un estamento oficial que se encargue de ello como debería". Con el nivel de apasionamiento que me permite un idioma que no es el mío, le digo a John que, teniendo en cuenta las dificultades para acceder a la sanidad en Estados Unidos, cualquier persona de la clase media o trabajadora que sufra una enfermedad y necesite un tratamiento costoso puede verse en la calle de un día para otro. Podrías ser tú mismo, o tus hijos, o tus padres. Una ligera sonrisa asoma bajo su bigote canoso. "Efectivamente. La gente sabe que mañana podrían ser ellos los que estuvieran en esa misma situación. ¿Y qué van a hacer? ¿Sufrir por ello? Es mejor ignorarrlo, pretender que no existe". Pero si pretendes que las cosas no existen, entonces es imposible cambiarlas. "Así es. Nunca vas a poder cambiarlas".
 
 
John está muy decepcionado con los partidos políticos. No se identifica con demócratas ni con republicanos, y dice que es de los que votan en función del programa que presenten. Me confiesa -parece a todas luces una confesión- que votó a Obama en las pasadas elecciones. "Voté por él y me equivoqué". Mis ojos se abren en una interrogación. "Creí en él pero no ha cumplido nada de lo que dijo". Le digo que quizá se vió superado por los acontecimientos en el terreno económico, y que su voluntad de hacer las cosas bien no conllevaba tener la capacidad, o el poder, para hacerlas. John está de acuerdo, pero no tiene intención de votarle esta vez. "Lo que un partido que está en el gobierno necesita es un plan". ¿Y Romney y Ryan lo tienen? "Parece que sí". ¿Pero qué pasa si su plan es negativo para la población que más lo necesita? "Si tienes un plan, una vez empezado puedes ir adaptándolo a las diferentes necesidades. Si no lo tienes, no hay por dónde empezar".
 
 
Dado que lo dos sabemos que no nos pondremos de acuerdo en ese tema, cambiamos de tercio y pasamos un rato charlando sobre España, sobre Euskadi, la Guerra Civil y otros asuntos. Cuando John se levanta y me saluda con un apretón de manos, me advierte de una última cosa: "Y sobre todo no hagas caso de los medios de comunicación de este país. Lo único que hacen es ofrecer una visión distorsionada de la realidad. Nunca pierdas tu criterio y, por favor, que esos estúpidos programas que ponen en televisión no te laven el cerebro".  


martes, 18 de septiembre de 2012

¿Qué comemos hoy?



Todo.


No es ninguna novedad decir que en Estados Unidos se come mucho, y la mayoría de veces se come mal. Tampoco es mi intención aburrir con las innumerables fuentes de datos que hay sobre esta cuestión. Sólo algunas ideas: según la Encuesta Nacional de Examen de Salud y Nutrición (NHANES), más de un tercio (35,7%) de las personas adultas en Estados Unidos son obesas, también lo son el 17% de los y las jóvenes, y la tasa de obesidad infantil se ha triplicado en las últimas tres décadas. En 2008, los costes médicos asociados con la obesidad alcanzaron los 147 billones de dólares y los gastos médicos de las personas obesas superaron en 1.429 dólares a los de la población con un peso corporal normal.  
 
Aunque hayas estado antes en este país, nunca dejas de sorprenderte con el tamaño de las cosas. Los coches son más grandes, las tallas de la ropa también, pero sobre todo los alimentos. ¿Alguien en su sano juicio se pediría una Coca Cola de 580 ml? Es el tamaño Jumbo, que el alcalde de Nueva York acaba de prohibir en los restaurantes de comida rápida, cines y teatros. Una vez más, la prohibición antes que la educación. El problema no es que la población tenga acceso a esos tamaños desmesurados, sino el hecho de que crean que consumirlos no es una barbaridad. Y me da igual si se trata de sodas, de palomitas o de zumos (estos últimos no los ha prohibido el alcalde Bloomberg), porque por mucho que lleve fruta, si se consume como un refresco entre comidas nos aportará muchas más calorías de las necesarias, a no ser que sigamos una rutina digna de Michael Phelps.
 
Pero esto es California. La cuna del healthy way of live, donde la gente hace deporte, lleva siempre consigo una cantimplora con agua para no deshidratarse, huye del humo del tabaco como de la peste y compra comida orgánica en supermercados ad hoc. ¿Y esto ha solucionado el tema? Pues la verdad es que no. La primera vez que entré en un supermercado de la cadena Hole Foods, los ojos me hacían chiribitas. Era como estar en el paraíso de la vida sana. No en vano, es el super en el que dice comprar Obama.




Estanterías de madera, plantas y flores en la entrada, esterillas para hacer yoga, productos de comercio justo... y pasillos y pasillos de alimentación sana, orgánica, natural y a precio de oro. Pero a medida que avanzaba por las estanterías la emoción iba dando lugar al mareo, visión borrosa, palpitaciones, y en la zona de cajas casi tuve que coger una de sus bolsas de papel reciclado para respirar dentro. Era demasiado. Como todo aquí, demasiado. Verduras, fruta,... bien, no puedo permitirme ninguna con estos precios, así que vamos al pasillo de las pastas y arroces. Y allí, cientos de paquetes de pasta, con envoltorios de diferentes colores que indican con o sin gluten, con o sin sal, integral, orgánico, producto solidario, estilo oriental, estilo mexicano, de punta redonda, de punta cuadrada,... sí, me los estoy inventando, pero no voy nada desencaminada (y seguro que me dejo alguno). Dado que no soy capaz de decidirme, voy a por unos cereales para el desayuno. Pero es todavía peor. Que si sabor tal o cual, pero receta tradicional, para veganos, para celiacos, para perros, para diabéticos, sin hormonas, sin antibióticos... Y no toco el tema de las salsas ni el de los frutos secos porque podríamos estar aquí leyendo hasta mañana. En fin, ¿no puede una comprarse cuatro cosas normales en el supermercado sin tener que hacer un curso de especialización para entender las etiquetas? Pues va a ser que no. Estuve a punto de acercarme al pasillo de las vitaminas y hacerme un cocktail, pero una vez más los precios fueron más fuertes que mi mono (ya os contaré otro día cómo discurre mi vida sin vino). Pasé al lado del papel higiénico, que también es reciclado (y no pienso hacer ningún comentario escatológico al respecto).Total, que pagué, no pude resistir la tentación de comprarme una de esas bolsas de tela de la tienda que luego nunca te acuerdas de llevar pero que sientes que te hace ser mejor persona, y cuando la abrí para ver mi compra descubrí aterrada que había comprado un paquete tamaño jumbo de nachos verdes sabor espinaca con algas wakame. Bueno, tranquila, es orgánico. Es sano. Es verde. No engorda.
 
La principal solución para las altísimas tasas de obesidad que hay en este país es bien simple: comer menos. No se trata de comprar y comer la misma cantidad de productos en tiendas que los venden como alimentos sanos y que ni siquiera son asequibles para la población en general, lo que contribuye a aumentar las diferencias sociales. Lo que se consigue con eso no es ayudar a la población a tener un peso adecuado para evitar problemas de salud, sino engordar a las cadenas 'verdes' que tienen precios imposibles para la mayoría. El resto, seguirá yendo a comprar una hamburguesa a McDonalds, porque le sale más barato.


 

Los invisibles



Una mujer se sube al autobús gratuito que recorre el campus de Stanford. Arrastra un carrito repleto de mantas, ropa y bolsas de compresas. Lleva el pelo cortado a media melena, sucio y echado hacia adelante, cubriéndole los ojos. Se sienta y empieza a hablar. Tiene una conversación exaltada consigo misma, o con alguien que viaja con ella y que los demás pasajeros no podemos ver. A ratos ríe y a ratos se enoja, pide explicaciones y se queda mirando al vacío; vacío como sus ojos azules bajo la manta de pelo gris. El olor que desprende, fuerte desde un principio, se hace insoportable cuando se orina en sus pantalones de color crema.

En uno de los caminos de hierba que llevan al centro del campus, una silla de ruedas apostada en un rincón. Detrás de ella, un hombre agachado en el suelo. Sus piernas como alambres bajo un pellejo blanquecino. El cabello largo y lacio y harapos sobre su cuerpecillo enjuto. Parece ciego aunque dirías que te observa cada vez que pasas por delante. Cada día, mañana, tarde o noche, en el mismo lugar, sentado o recostado, solo y en silencio.

En la parada del tren de cercanías, un hombre se acerca lentamente. Lleva su carrito con gran dificultad. Respira sonoramente y se ajusta la mascarilla sucia que oculta su boca. Derrotado, se apoya en un contenedor de basura que cede a su peso y lo tira hacia atrás. No consigue moverse y se queda en precario equilibrio hasta que te acercas a ayudarle apresuradamente. "Gracias por haberme salvado. Gracias por no hacerme daño". Respiras aliviada y cuando te despides para coger el tren no te responde. Ya no te ve, su mirada estrábica perdida en otro lugar.
 




  • El número de personas sin hogar en Estados Unidos se ha reducido ligeramente en los últimos años, pasando de 643.067 personas en 2009 a 636.017 en 2011. En el estado de California, sin embargo, ha aumentado en un 2,10%, de 135.928 en 2009 a 133.129 en 2011.
  • La tasa nacional de personas sin hogar es de 21 por cada 10.000 personas en la población general. Entre veteranos de guerra, la tasa es de 31 personas sin hogar por cada 10.000 veteranos.
  • Cada año, 145.000 veteranos utilizan los servicios de alojamiento para personas sin hogar en los Estados Unidos.

  • La proporción de personas sin un seguro sanitario se incrementó en un 4% de los 47,2 millones en 2009 a los 48,8 millones en 2010.
  • Una de cada seis personas en Estados Unidos no tiene ningún tipo de seguro sanitario.


domingo, 16 de septiembre de 2012

Pesadilla en el Pacific Inn





Dicen que los comienzos siempre son difíciles.


La primera vez que entré la habitación no me sorprendió demasiado. He estado en hoteles baratos otras veces y sé que es casi imposible encontrar maravillas. El suelo de moqueta estaba lleno de manchas de diferentes fluidos que preferí no tratar de identificar, espejos en todas las paredes en un intento de hacer que la habitación pareciera más grande, o quizá para propiciar encuentros sexuales más atractivos... aunque con esa moqueta, no sé yo. A pesar de la cama, no me costó dormirme por eso del jet lag.

A la mañana siguiente bajé dispuesta a disfrutar del desayuno continental que el hotel ofrecía a sus 'estimados' clientes (así nos llamaban en los inmumerables carteles que decoraban el establecimiento). Cubiertos y platos de plástico, pan de molde y cereales de colores. La hora del desayuno terminaba a las 9.30 y en ese mismo instante uno de los responsables empezaba a retirar todo el banquete deprisa y sin contemplaciones. Nunca me atreví a hacer la prueba, pero tengo la sensación de que aquél hombre sería capaz de hacerte escupir cada cereal coloreado si te lo metieras en la boca un minuto después de lo permitido. Los primeros días pasaban apacíblemente en el Pacific Inn. Lo único de lo que había que preocuparse era de coger aire al salir del ascensor y aguantar la respiración hasta entrar en la 302, para no marearse con el hedor del pasillo. La sorpresa vino un poco después, una mañana en la que entré en la ducha y no había agua caliente. Nunca volvió.


Las semanas se sucedían, y mis duchas se iban espaciando cada vez más. Me acostumbré a coger todo lo que necesitaría para mi supervivencia en caso de desastre nuclear en cuanto pisaba la zona del desayuno, y asumí que nunca tendría conexión a Internet porque "a veces se va". Cada vez me tapaba la nariz con más tino y era capaz de esquivar hasta las bolas de polvo y pelos más puñeteras. Y con eso de que el roce hace el cariño, salía grácil por la puerta cada mañana y no dejaba de sonreir cuando nadie respondía a mi saludo cantarín. Es curioso lo rápido que nos acostumbramos y nos desacostumbramos a todo.


Decidí hacer de mi estancia una especie de estudio sociológico y observar el tipo de clientela que tenía el hotel más barato de Silicon Valey. Había una chica joven que se sentaba junto a la entrada y se encendía un cigarro detrás de otro mientras mantenía una charla animadísima consigo misma. Nunca conseguí entender lo que decía, pero sus carcajadas indicaban que eran historias divertidísimas. También tuve la suerte de encontrarme una mañana frente a un tipo con un tatuaje que rezaba "MOM" dentro de un corazón, y que contó a todos los 'estimados' clientes que había conocido a su novia por Internet porque no tenía ganas de esforzarse en eso de parecer atractivo y nos sorprendió con su teoría sobre el cine americano actual: "Todos los actores son mexicanos". El Pacific Inn  me dio la oportunidad de cruzarme con ese tipo de historias que nunca te dejan, aunque sus protagonistas compartan contigo sólo unos minutos. Dos niñas de unos dos y doce años, hermanas. La mayor llevaba puesto un vestido de princesa, de esos de carnavales con tantos brillos y lazos plateados. Le puso el desayuno a la pequeña y llenó un plato de todo lo comestible que pudo encontrar en las estanterías. Su madre estaba en la habitación, dijo, y no podía bajar. Se quedarían en el hotel un par de noches más y luego volverían al coche en el que dormían. Las vi una vez más, y hablamos poco, pero esa niña-adulta, hambrienta, con su vestido de princesa, no se me olvidará jamás.

Después de casi un mes de estancia, me llamaron por teléfono una mañana para comunicarme que debía dejar mi habitación. Según la política hotelera, los 'estimados' clientes no pueden permanecer en él más de un número concreto de días. En la entrada, con mis maletas y bolsas, y con la incomodidad de tener que buscar otro alojamiento barato en el que quedarme hasta encontrar un piso, pensé en todas las personas que no tienen otro lugar al que ir. Gran parte de los clientes del Paciffic Inn son personas sin hogar. Aunque yo nunca lo vi, el hotel es conocido por tener cada día delante de su puerta una ambulancia o un coche de policía. Allí empezó mi aventura y la certeza de que las desigualdades de este país son imposibles de tolerar.    

viernes, 14 de septiembre de 2012

At last... Greetings from Palo Alto



Hay más de 150 millones de blogs en el mundo*. Una razón suficiente para no empezar uno nuevo. Pues bien, haciendo caso omiso de las reglas de la oferta y la demanda, he decidido empezar a escribir estos 'relatos' diarios. Y me enfrento al terror de la hoja en blanco en versión 2.0. Como en todo lo que empiezo, las dudas me asaltan al instante: ¿Aportará algo? ¿Estará bien escrito? ¿Meteré la pata? ¿Seré demasiado vehemente? ¿Lo leerá alguien además de mi familia? En un momento en el que tanta gente parece tener tanto que decir, y tantos medios por los cuales hacerlo, un blog de ideas y vivencias personales puede perderse como una burbuja en un vaso de Coca Cola... Y asusta un poco, para qué negarlo.
 
 
Acabo de mudarme a California, concretamente a la bahía de San Francisco. He dejado mi trabajo con la intención de encontrar lo que de verdad quiero hacer con mi vida. Tengo treinta años y a veces pienso que he desperdiciado buenas ocasiones para un futuro profesional prometedor por vivir intensamente los momentos que me hacían feliz. Todavía no sé si eso es bueno o malo. Soy muy inquieta y quizá la culpable sea mi formación periodística, pero lo cierto es que la curiosidad siempre me puede. Sigo sorprendiéndome como una niña, me emociono, me ofusco y me cuesta comprender lo que me supera. Pero lo intento. Me gustan las personas y me gusta escuchar.
 
 
Empieza una nueva aventura para mí. Es un reto personal y una apuesta por ofrecer un espacio interesante, con reflexiones pero también con información sobre todas las cuestiones que me hacen pararme y pensar. Y creedme, son muchas.
 
 

(* Según datos de State of the Internet, 2011.)