domingo, 16 de septiembre de 2012

Pesadilla en el Pacific Inn





Dicen que los comienzos siempre son difíciles.


La primera vez que entré la habitación no me sorprendió demasiado. He estado en hoteles baratos otras veces y sé que es casi imposible encontrar maravillas. El suelo de moqueta estaba lleno de manchas de diferentes fluidos que preferí no tratar de identificar, espejos en todas las paredes en un intento de hacer que la habitación pareciera más grande, o quizá para propiciar encuentros sexuales más atractivos... aunque con esa moqueta, no sé yo. A pesar de la cama, no me costó dormirme por eso del jet lag.

A la mañana siguiente bajé dispuesta a disfrutar del desayuno continental que el hotel ofrecía a sus 'estimados' clientes (así nos llamaban en los inmumerables carteles que decoraban el establecimiento). Cubiertos y platos de plástico, pan de molde y cereales de colores. La hora del desayuno terminaba a las 9.30 y en ese mismo instante uno de los responsables empezaba a retirar todo el banquete deprisa y sin contemplaciones. Nunca me atreví a hacer la prueba, pero tengo la sensación de que aquél hombre sería capaz de hacerte escupir cada cereal coloreado si te lo metieras en la boca un minuto después de lo permitido. Los primeros días pasaban apacíblemente en el Pacific Inn. Lo único de lo que había que preocuparse era de coger aire al salir del ascensor y aguantar la respiración hasta entrar en la 302, para no marearse con el hedor del pasillo. La sorpresa vino un poco después, una mañana en la que entré en la ducha y no había agua caliente. Nunca volvió.


Las semanas se sucedían, y mis duchas se iban espaciando cada vez más. Me acostumbré a coger todo lo que necesitaría para mi supervivencia en caso de desastre nuclear en cuanto pisaba la zona del desayuno, y asumí que nunca tendría conexión a Internet porque "a veces se va". Cada vez me tapaba la nariz con más tino y era capaz de esquivar hasta las bolas de polvo y pelos más puñeteras. Y con eso de que el roce hace el cariño, salía grácil por la puerta cada mañana y no dejaba de sonreir cuando nadie respondía a mi saludo cantarín. Es curioso lo rápido que nos acostumbramos y nos desacostumbramos a todo.


Decidí hacer de mi estancia una especie de estudio sociológico y observar el tipo de clientela que tenía el hotel más barato de Silicon Valey. Había una chica joven que se sentaba junto a la entrada y se encendía un cigarro detrás de otro mientras mantenía una charla animadísima consigo misma. Nunca conseguí entender lo que decía, pero sus carcajadas indicaban que eran historias divertidísimas. También tuve la suerte de encontrarme una mañana frente a un tipo con un tatuaje que rezaba "MOM" dentro de un corazón, y que contó a todos los 'estimados' clientes que había conocido a su novia por Internet porque no tenía ganas de esforzarse en eso de parecer atractivo y nos sorprendió con su teoría sobre el cine americano actual: "Todos los actores son mexicanos". El Pacific Inn  me dio la oportunidad de cruzarme con ese tipo de historias que nunca te dejan, aunque sus protagonistas compartan contigo sólo unos minutos. Dos niñas de unos dos y doce años, hermanas. La mayor llevaba puesto un vestido de princesa, de esos de carnavales con tantos brillos y lazos plateados. Le puso el desayuno a la pequeña y llenó un plato de todo lo comestible que pudo encontrar en las estanterías. Su madre estaba en la habitación, dijo, y no podía bajar. Se quedarían en el hotel un par de noches más y luego volverían al coche en el que dormían. Las vi una vez más, y hablamos poco, pero esa niña-adulta, hambrienta, con su vestido de princesa, no se me olvidará jamás.

Después de casi un mes de estancia, me llamaron por teléfono una mañana para comunicarme que debía dejar mi habitación. Según la política hotelera, los 'estimados' clientes no pueden permanecer en él más de un número concreto de días. En la entrada, con mis maletas y bolsas, y con la incomodidad de tener que buscar otro alojamiento barato en el que quedarme hasta encontrar un piso, pensé en todas las personas que no tienen otro lugar al que ir. Gran parte de los clientes del Paciffic Inn son personas sin hogar. Aunque yo nunca lo vi, el hotel es conocido por tener cada día delante de su puerta una ambulancia o un coche de policía. Allí empezó mi aventura y la certeza de que las desigualdades de este país son imposibles de tolerar.    

2 comentarios:

  1. Hola preciosa!!!

    Acabo de añadir el blog a mi barra de favoritos, entre peppa pig y el Pais, algunos de mis enlaces frecuentes. Te seguiré en toda en toda esta aventura y, a diario, como promete tu blog. Veo que has tenido un buen comienzo, literariamente hablando, claro, porque ¿había necesidad de terminar en ese tugurio? Lo digo solo por la alfombra y los fluidos, nada más. Realmente, por poco que prosperéis, vuestro ascenso será meteórico en Palo Alto. Bromas aparte, no sabes la ilusión que me hizo encontrar el anuncio de tu primera entrada en el blog a través del facebook.

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  2. Raquel!!! Bueno, menuda responsabilidad estar en tu barra de favoritos!!! Pero eso me anima mucho más para hacerlo cada día mejor, que sé que eres público exigente...

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