lunes, 29 de octubre de 2012

Pon un científico en tu vida



En el tiempo que llevo aquí, y en los posts que he escrito hasta ahora, siempre he tenido un fiel compañero de aventuras, con el que he compartido los momentos y las emociones que me han dado la inspiración para escribir. Una especie de Sancho Panza, aunque sé que pondrá pegas al símil que he escogido. Es el Científico. Él me dio la oportunidad de venir aquí y descubrir este Nuevo Mundo. Y es el mejor apoyo que podría haber tenido. Porque marcharse a vivir a un lugar nuevo siempre es costoso, pero esta sociedad es -al menos para mí- especialmente difícil. Y la verdad es que las personas que han llegado solas deberían tener también un científico a su lado para hacérselo más fácil. Podría planteárselo a mi amigo el alcalde: "Ponga un científico en su vida". Le daría votos.


Estaréis pensando que también tiene sus incomodidades, y es cierto. El estrés al que está sometido, las eternas jornadas laborales, la imposibilidad de desconectar de un trabajo que le apasiona... y sobre todo, las células. Porque resulta que las células con las que trabaja el Científico necesitan ser alimentadas a diario. Antes de llegar, en un alarde de optimismo, creí que, llegado el momento, sería capaz de hacer que vinieran a comer a casa los fines de semana. O al menos los domingos, como en cualquier familia de bien. Craso error. Estas células no tienen la capacidad de transportarse por sí mismas (ni siquiera con el Margarita, que ya les dije que es gratuito!), así que hay que ir a su casa para darles de comer. Y son exigentes. No en plan californiano, de comida orgánica y vegana, pero sí 'especialitas' en los compuestos que necesitan. Porque si nos les das las dosis justas, se diferencian (y no me preguntéis por qué, pero eso es malo). Así que el Científico va a visitarlas también el sábado y el domingo, como se hace con los abuelos cuando ya están mayores. Por ahora no le dan la paga, pero todo llegará.
 
 
Esas son las pequeñas pegas, como decía, pero las ventajas son inifinitas. Por ejemplo, cuando tengo un cambio de humor brusco, me dice que en realidad no es mi culpa, que resulta que tengo un cocktail de hormonas en mi cuerpo superior a la media. Que tengo "hormonas mutantes", responsables también del indescifrable color de mis ojos. Y si no lo piensas demasiado, que te digan eso tranquiliza.
 
 
El Científico es mentalmente muy fuerte, pero a él también le está costando adaptarse a California. El primer día que vio la lluvia, después de más de dos meses de sol ininterrumpido, salió a la calle feliz y estuvo allí durante mucho rato, empapado, con la sonrisa de un niño, ajeno a que todos los que pasaban le miraban como si fuera Nell, la chica salvaje. Y aunque se queja de que aquí los árboles están plantados en macetas, ha encontrado todos los setales que hay en el campus de Stanford y suele ir a controlarlos, para ver cómo crecen. Sabe que nunca será lo mismo que en casa, pero le pone mucho empeño.
 
 
Con el Científico me río a carcajadas, puedo hablar hasta de la reconversión de la máquina de herramienta, y juntos vamos a la búsqueda de comida y bebida gratis a lo largo de toda la Bahía. Aunque tengamos que lidiar con montones dificultades, ambos sabemos que somos unos privilegiados por poder vivir una experiencia tan fascinante como ésta, contando siempre el uno con el otro.
 
 

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