Hoy se me ha hecho tarde. Quiero decir que soy humana. Y trato de tener la entrada escrita de antemano, y cuando la mayoría de vosotros estáis durmiendo, la pubico y me voy a dormir con la satisfacción del trabajo bien hecho (o por lo menos, hecho). Pero hoy la cosa se me ha ido de las manos. Y a las tres de la tarde, cuando me disponía a volver a casa para pasar un domingo tranquilo y relajado en el hogar, me ha llegado una propuesta que no he podido rechazar: "¿Unas cervecitas?". Dicen que se trata de aprovechar el momento, así que he cogido la invitación al vuelo. Y ha pasado lo que suele ocurrir en estas ocasiones, que resulta que es domingo y es el peor día de la semana para salir pero te acabas liando hasta que te cierran el último bar. Así que no esperéis mucho de mí.
Salir en Palo Alto es difícil. Es una especie de gincana en la que vas buscando todos los bares que tienen happy hour. Supongo que no habrá nadie que no lo sepa, pero por si acaso os digo que es el espacio de tiempo en el que un bar rebaja el precio de sus bebidas (y a veces de sus comidas) para hacernos la vida más fácil. Yo vivo de ese lapso en este país. A partir de las tres en tal, a las seis ya tenemos cual, con nachos incluidos, y a las nueve está el otro que tiene vino decente. Y así, estresada, en un no parar de buscar los sitios con mejores ofertas. Como en el super. En Palo Alto, en la happy hour puedes tomarte una copa de vino por cuatro dólares, pero en otro horario te costaría como mínimo ocho. Y la cerveza puede bajar de 7,50 a 2,95. No es una tontería.
El problema es que vas a la 'hora feliz', te tomas tres vinitos tan tranquila, charlando animadamente, disfrutando de tu vida social, y cuando te levantas a la mañana siguiente quieres que te corten la cabeza. No quiero ni imaginar lo que sentían los protagonistas de Leaving Las Vegas si estaban bebiendo el mismo vino que bebo yo. Ahora puedo entender por qué Nicholas Cage ha perdido tanto pelo. Vino con toneladas de azúcar que genera malestar, mareos y unos dolores de cabeza atroces. ¡Y por cuatro dólares la copa! En estos momentos, con la mano cubriéndome la sien, es cuando más añoro nuestros bares, nuestros caldos y nuestros precios. Seremos más pobres pero creedme, somos más felices.
Por favor, saboread cada trago como si fuera el último, y agradeced que habéis nacido en tierra de buen beber, que eso no tiene precio.
¡Salud!
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