Estos últimos días he tenido la oportunidad de vivir una experiencia muy interesante. Seis monjes budistas han venido desde el Tibet a Palo Alto para crear un mandala de arena y compartir su proceso de elaboración con cualquiera que quisiera verlo. Y ahí he estado yo todos los días, cómo no.
El día de la inauguración, cuando llegué al estudio, la cosa todavía estaba todavía en preparación, así que me acerqué a la tienda de ropa de deporte de la calle contígua, para hacer tiempo. Mientras me escandalizaba por los precios de las prendas (camiseta de tiras: $75, cinta para el pelo de las de usar para desmaquillarse por las noches: $35), se me acercó una de las sonrientes dependientas, que parecía directamente salida de una clase de Zumba. "¿Y tú dónde sudas?" ¿Perdona? "Que dónde sudas". Estuve a punto de responderle algo absolutamente grosero y fuera de lugar, pero me había prometido a mí misma que ese iba a ser un día de espíritu budista, así que le conté que hacía yoga e iba al gimnasio, "¡Super genial!! El estudio que a mí más me gusta es blablabla. Hacemos Bikram Yoga, nosequé yoga y blablabla. ¡Tienes que venir y probarlo! ¿Es super fun!!". Poco a poco me fui alejando de ella, por eso de que la tontería se pega. Y ya estaba. Ya había vuelto al mundo real de Palo Alto en menos de cinco minutos.
Cuando por fin llegué a la ceremonia, me hicieron quitarme los zapatos, como al resto de asistentes. Perfecto. Pero no pude evitar esbozar una sonrisa cuando vi a los monjes con sus botas de monte puestas, tan contentos. Y empezó un ritual mágico. Mandala significa en sánscrito 'cosmograma' o 'mundo en armonía'. El Budismo dice que cualquiera que vea un mandala experimentará paz profunda y una gran alegría. El colorido y la armonía de las millones de partículas de arena transmiten el mensaje de que todos podemos vivir en paz si cada uno de nosotros deja un poco de espacio para los demás en su corazón. En la ceremonia de apertura del mandala, los monjes lo consagran con cantos, música y recitación de mantras, y después dibujan el diseño con tiza blanca, reglas y un compás de madera, en un proceso que puede durar más de tres horas. Durante la creación del mandala de arena, que se alarga durante días (incluso una semana entera), los monjes vierten millones de granos de arena de distintos colores sobre la plataforma del diseño (en este caso, una mesa de Ikea, no pude evitar fijarme) mediante una herramienta de metal llamada 'Chakpur'. En la antigüedad, en lugar de arena se utilizaban piedras preciosas para el dibujo.
Así que los monjes tibetanos estuvieron aquí varios días, y durante el resto de la semana, cuando salía de casa, me acercaba a verlos. Ahí estaban siempre, trabajando en silencio, solos, con uno de ellos que recitaba mantras constantemente. Ellos sí que saben estar en el presente. Era emocionante presenciar la elaboración de esa obra de arte con la aparente sencillez y naturalidad que ellos le aportaban al asunto. No darse importancia.
Y el domingo llegó la clausura, el momento en el que los monjes, después de cantar y bendecir el mandala, iban a borrar la figura en la que habían trabajado intensamente durante días. Esta ceremonia pretende ser un aprendizaje sobre lo perecedero de todos los fenómenos; una enseñanza sobre que todo lo que existe tiene un principio y un final. Pero se corrió el rumor de que iban a repartir los granos de arena entre los presentes, y como los niños a por el caramelo de los Reyes Magos, aquello de pronto estaba repleto de familias estupendas, de las de anuncio de cereales, que habían conducido sus coches de alta gama hasta aquí para disfrutar de la experiencia. Nada más alejado de la realidad. Diría que el 90% de las personas que estaban allí en ningún momento apartaron la vista de su iPhone durante la ceremonia, bien para hacer fotos, grabarla en vídeo o quedar para jugar al frisbee al día siguiente con los amigos. Vergonzoso.
Si no hubiese sido por la tranquilidad que transmitían esos hombres sonrientes, presentes, hubieran empezado a rodar cabezas, al menos por mi parte. ¿Se puede saber para qué quieres grabar ese momento en vídeo? ¿Eres consciente de que así nunca vas a poder disfrutarlo? Y además, es una falta de respeto. La gente se sacaba fotos con los monjes (a los que nunca antes habían ido a ver en toda la semana), como si fueran las bailarinas hawaianas de Port Aventura. Y ellos, resignados, seguían sonriendo. Todo sea por conseguir dinero en la hucha de las donaciones para el Tibet (se recaudó mucho, todo hay que decirlo). Mi nivel de horror llegó a su límite cuando vi que les habían colocado en la pechera de su traje tradicional un pin de la bandera norteamericana.
Lo mejor era pensar en el mensaje que ellos intentaban transmitir, y ver a toda esa gente asintiendo sin saber siquiera de qué les estaban hablando. ¿No tener apego a las cosas? ¡Por favor! Si el apego por lo material lo inventaron ellos. Y aun más, como apuntó certeramente el Científico, ¿qué sentido tiene grabar con el teléfono (o con una cámara) una ceremonia que representa que hay que vivir el momento y dejar las cosas pasar?
Lo monjes nos dieron al final de la -a pesar de todo- preciosa cremonia, un poco de arena del mandala en una bolsita. La guardo con cariño y probablemente la esparciremos por el jardin para que nos proteja, como ellos nos dijeron. También nos enseñaron fotos de su pueblo natal, ilusionados. Pero sobre todo me quedo con ellos. Voy a echarlos de menos, quién lo diría, después de tan sólo una semana. Pero me sentí bien teniéndolos cerca. Sin tonterías, sin superficialidades. Con humildad. Enseñándome a estar.
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